Por MARCELO DÍAZ SUAZO
Académico y Abogado. Fue Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Atacama (UDA) y Presidente del Colegio de Abogados de Atacama
publicación aparecida recientemente en Revista Occidente N°542 Septiembre 2023
publicado por Marcelo Ruiz Tagle Escobar
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Distinguir, intentar reconocer la diferencia entre mis impresiones y los hechos, para evitando confusiones- reunir todo en un resumen, que permita exponer los recuerdos con sencillez y claridad, constituye un gran y verdadero desafío, máxime cuando ha transcurrido tanto tiempo de aquellos, nada más y nada menos que medio siglo, y esas remembranzas se conectan con una etapa habitualmente feliz de la vida: La infancia. Sin embargo, por pertenecer al 20% de nuestra actual población que por haber nacido con anticipación a los hechos fue testigo presencial de los mismos, el reto de rememorar se transforma en un deber, un compromiso con las nuevas generaciones que, proyectándose al futuro, permite la construcción de sociedades más dignas y justas. Es ésta la tarea que intento cumplir.
EL VERANO DEL 73
1973 comenzó con complacencia. Mi papá tenía un trabajo estable e interesante, y en nuestra casa, a casi dos años de llegar a vivir a ella, ya comenzaban a crecer y dar frutos los árboles que mi mamá, con dedicación y entusiasmo, había plantado en el patio y el jardín, después de lograr vencer (con abundante “tierra de hoja”) la aridez del suelo. A los juegos infantiles con amigos y vecinos, donde el fútbol tenía un rol primordial, que nos reunía a diario en el descampado de la esquina de nuestras casas, se unía una atrayente biblioteca familiar, que se incrementaba regularmente con una colección de Editorial Quimantú llamada “Nosotros los Chilenos”. Con especial deleite recuerdo el día de ese verano en que mi papá compró a un vendedor puerta a puerta el resumen de Leopoldo Castedo de la Historia de Chile de Francisco Antonio Encina, junto a un enorme atlas, que nos permitía imaginariamente viajar por el mundo; libros que aún tengo el agrado de conservar.
Con todo, el regocijo mayor de esos primeros meses del año se produjo cuando nuestra abuela paterna, atendiendo repetidos ruegos, nos regaló un televisor Motorola de 16 pulgadas, que nos permitía ver dos canales, el de la Universidad Católica de Valparaíso (canal 4) y Televisión Nacional de Chile (canal 2). Tarde me di cuenta que el regalo significaría una permanente disputa familiar; a mí me gustaban “Los Picapiedras”, serie de dibujos animados que se daba en el canal de la UCV, y a mí hermana “Música Libre”, que transmitía TVN, lamentablemente a la misma hora.
LA KPD
Mi papá nunca dejó de recordar que, luego del terremoto de 1971, que afectó a gran parte de la zona central del país, la Unión Soviética donó al “pueblo de Chile” una empresa constructora: La “KPD» (sigla rusa que puede traducirse como «Edificación con Grandes Paneles»).
Él conocía los detalles, porque era el Jefe de Relaciones Públicas de esa fábrica chileno- soviética, que surgió en 1972, tras la referida donación, en el marco de acuerdos de cooperación y asistencia tecnológica suscritos por la URSS con el gobierno de Chile.
La KPD fue una empresa de viviendas prefabricadas, construidas mediante paneles de hormigón, que se elaboraban a través de una cadena de montaje industrial, que iniciaba con el acopio de material en canchas ubicadas al interior de la fábrica. Por esta razón, la KPD era conocida también por sus trabajadores como “La Planta”. En la fábrica, a los paneles se les integraban cañerías y canalización eléctrica, así como el anclaje necesario para su ensamble en el terreno de edificación, hasta donde los paneles eran llevados en camiones especiales e instalados por grúas.
De esta manera, la KPD fue capaz de montar en breve tiempo edificios de departamentos de al menos cuatro pisos, convirtiéndose rápidamente en la mayor industria de prefabricación de viviendas del país, cuestión de gran importancia dado nuestro permanente déficit habitacional. No está de más agregar que los edificios construidos por la KPD, después de más de cuarenta años, aún se mantienen en pie, tanto en Santiago como en Valparaíso.
La donación soviética consistía no sólo en los materiales necesarios para levantar la fábrica; que comenzaron a llegar en febrero de 1972, sino también en una delegación de personal, destinada a colaborar en el montaje y puesta en marcha de la misma y a capacitar a los trabajadores chilenos en una tecnología de vanguardia. Toda una novedad para nuestra cultura laboral de esos años fue la total simetría que existía en el personal de la delegación, quienes, sin importar si eran ingenieros, técnicos u obreros, vivían juntos, con sus familias, en un mismo barrio: El primer sector de la población “Estero Viejo” en Belloto Sur, a escasas cuadras de nuestra casa, ubicada en la calle El Roble de la misma población. Sin embargo, la principal innovación generada por los soviéticos en la cultura laboral de la época fue la plena incorporación de la mujer al trabajo de la KPD. Las “grueras” fueron mujeres chilenas entrenadas por sus contrapartes soviéticas en el empleo de maquinaria pesada, equipos que requerían de alta precisión en su manejo, el que -a juicio de los soviéticos- sólo podían lograr las mujeres.
La KPD fue instalada en El Belloto, comuna de Quilpué, e inaugurada el 22 de noviembre de 1972 por el Presidente Allende, quien firmó uno de los paneles de hormigón, el que hoy se exhibe en el Museo de la Memoria, sin perjuicio de haberse transformado -en su momento- en la pieza central del pabellón chileno de la Bienal de Arquitectura de Venecia 2014
MARIO BARAHONA Y EL PARTIDO RADICAL
Fue en pleno verano que se desarrolló la campaña electoral de las elecciones parlamentarias convocadas para el 4 de marzo de 1973. Mi papá y la mayoría de nuestros vecinos, todos militantes y simpatizantes del Partido Radical, llevaban como candidato a diputado (Valparaíso no elegía en esa oportunidad senadores) a don Mario Barahona Ceballos, antiguo funcionario de ferrocarriles, que aspiraba a su reelección. Se trataba del Partido Radical oficial, el que formaba parte del conglomerado de gobierno: La UP o Unidad Popular, porque además existía la Democracia Radical y el PIR o Partido de Izquierda Radical (más tarde Socialdemocracia Chilena), ambos en la oposición. La campaña se hacía a pulso, con escasos recursos y mucha voluntad.
El Partido Radical tenía un sistema de asambleas para tomar sus decisiones. Como el barrio donde vivíamos, por su juventud (los primeros vecinos habíamos llegado al lugar a mediados de 1971), no tenía un sitio específico para tales reuniones (las sedes radicales eran famosas en todo Chile, porque acostumbraban tener como anexo un restaurante, los famosos “clubes radicales”), éstas se hacían en el living comedor de nuestra casa, habida consideración que -por esas fechas- mi papá era el presidente de la Asamblea del sector. Recuerdo con particular esmero una de aquellas sesiones, ya avanzado el invierno de 1973, cuando el debate se había polarizado y mi papá, que acostumbraba buscar consensos, por su condición de presidente de la Asamblea, estaba siendo vilipendiado por correligionarios más jóvenes que querían la revolución (de hecho habían agregado una “R” a la sigla de la juventud), sin valorar que la comida y bebidas que estaban consumiendo, en tan acalorado debate, provenían de la cocina del dueño de casa, lo que provocó que mi mamá, armada de una escoba, echara a la fuerza del lugar a los contertulios, por malagradecidos y no dejar dormir a los niños con su trifulca.
Pero en enero y febrero todo era esperanza. Las campañas electorales suelen tener esa característica. Los carteles de Mario Barahona Diputado Radical se pegaban en muros y postes con engrudo, mediante ágiles y rápidos brochazos de pagamento. En aquellos días mi colaboración consistía en subir en andas del Sr. Castro, trabajador portuario y vecino de nuestra casa, recibir los carteles con ambas manos y adherirlos en lugares altos y estratégicos.
Mario Barahona no fue reelecto como diputado en las parlamentarias del 4 de marzo, obtuvo 11.412 votos, el 3,19% del electorado. Años después, siendo dirigente estudiantil, tuve el honor de escuchar su último discurso público, como líder local de la entonces Alianza Democrática, en el Parque Alejo Barrios de Valparaíso.
LA ESCUELA 209
En marzo del 73, inicié el año escolar en un flamante colegio. Después de asistir a clases durante casi dos años en unos locales comerciales desocupados que, para mí fortuna, estaban ubicados a sólo una cuadra de nuestra casa, y con la presencia del Presidente Allende fueron inauguradas las nuevas instalaciones de la Escuela Pública N°209, frente al Estero Viejo, que daba nombre a la población. La Escuela había sido creada con sólo dos profesores en 1968, en el sector rural del fundo “Las Piedras”, en el camino a Colliguay, pero el crecimiento poblacional de Belloto Sur obligó a las autoridades de educación a trasladarla a la población Estero Viejo.
Construida por la Sociedad Constructora de Establecimientos Educacionales, las salas de clases del colegio resultaban considerablemente más espaciosas, comparadas con las antiguas estructuras, para cursos que normalmente superaban los cuarenta alumnos.
Fue en esas salas nuevas donde la Señora Gladys, profesora normalista y nuestra Profesora Jefe, logró instruirnos en las nociones de lenguaje y matemáticas que nos orientan hasta hoy.
Un elemento importante de la nueva edificación era la cocina, donde se distribuía, en el primer recreo de la mañana, leche y galletas. Se trataba de un programa de gobierno, el «medio litro de leche diario para los niños y niñas del país”, que también se traducía en la entrega periódica de leche en polvo, que muchas veces me comí con fruición, y a escondidas, en el camino de regreso a casa, para contrariedad de mí mamá.
No era fácil para mi madre “parar la olla” en esos días. A los problemas de la inflación, queencarecían principalmente los alimentos, comenzó a sumarse el desabastecimiento y su corolario el mercado negro. Para comprar resultó cada vez más común hacer una cola.
En el otoño aparecieron las JAP o Juntas de Abastecimiento y Control de Precios, comités destinados a evitar la especulación y el acaparamiento, que descansaban en las juntas de vecinos y otras organizaciones sociales para constituirse y cumplir su labor de permitir que las familias recibieran una canasta básica de mercaderías, algunas algo diferentes de lo habitual, como el chancho chino y una pasta dental en polvo.
Mi mamá pertenecía al Centro de Madres del sector, organización que en esos años favorecía la participación social y la formulación de reivindicaciones y demandas cotidianas. Gracias a esa participación mi mamá accedió a una máquina de coser, que fue su orgullo durante muchos años, porque le permitía elaborar y reparar nuestra ropa y, cuando no se ocupaba en tales menesteres, se transformaba en el escritorio ideal para hacer nuestras tareas del colegio.
COLO COLO
Para la mayoría de los niños, y hoy también para un número importante de niñas, el fútbol es un romance, el cariño por una determinada camiseta se inicia en forma precoz. No obstante, yo no sabía que sería el televisor recién llegado el que resultaría clave para comenzar un amor que se mantiene hasta hoy. Era a través del Área Deportiva de TVN, que la televisión traía a casa la Copa Libertadores de América. Así conocí al Colo Colo de Luis “El Zorro” Álamos, con Adolfo Nef, Mario Galindo, Rafael González, Leonel Herrera, Alfonso Lara, Guillermo Páez, Sergio Messen, Francisco “Chamaco” Valdés, Carlos Caszely, Sergio Ahumada y Leonardo Veliz. Todavía puedo repetir de memoria el equipo titular de 1973. Recuerdo con especial cariño la transmisión televisiva del partido de 8 de mayo de 1973, cuando Colo Colo empató en el último minuto con Botafogo, con gol de Leonardo Veliz, y clasificó por primera vez en su historia a la final del campeonato continental. Esa noche, gracias a la televisión, escuche por primera vez los acordes de “Cantemos todos de Arica a Magallanes”, el himno de Colo Colo.
Colo Colo perdería la final de la Copa Libertadores de América 1973 con Independiente de Avellaneda, luego de tercer partido de definición jugado en el estadio Centenario de Montevideo. No obstante, Colo Colo lograría igualmente titularse campeón años más tarde, junto con la vuelta a la democracia: El 5 de junio de 1991, el club de mis amores, conmigo alentando en el estadio Monumental David Arellano, ganaría finalmente el campeonato continental, imponiéndose por tres a cero a Olimpia de Paraguay.
NUEVOS VECINOS
A mediados del invierno del 73 la situación social se percibía tensa, era testigo de las discusiones en la asamblea radical que funcionaba en el living comedor de nuestra casa y partícipe por casualidad del comidillo en las colas que se hacían en los comercios cercanos para adquirir productos básicos, donde solícito acompañaba a mí mamá. Las huelgas y movilizaciones, por distintas razones, comenzaron a dejarnos en casa sin ir a clases, entre ellas una asonada militar frustrada: El “Tanquetazo”, de 29 de junio de 1973.
Pese a lo anterior, los alrededores de nuestra casa y escuela bullían de actividad, en tanto se continuaban construyendo los distintos sectores que terminarían por conformar la totalidad de la población Estero Viejo, y significarían el arribo constante de nuevos vecinos al barrio. De ellos, el que más nos llamaba la atención era el décimo sector, que se instalaba junto a una antigua lechería, a unas cuadras de nuestra escuela. Ello porque el décimo sector fue construido por la KPD, la planta en que trabajaba mí papá. Los departamentos fueron inaugurados el 15 de julio de 1973, y destinados fundamentalmente al personal de la Armada, que en El Belloto mantenía una base aeronaval. El conjunto habitacional entregado a los marinos tomó el nombre de “Capitán Arturo Araya Peeters”, edecán del Presidente Allende asesinado en esos días por el grupo “Patria y Libertad”.
EL 11 DE SEPTIEMBRE
La mañana del 11 de septiembre de 1973 comenzó temprano en nuestra casa. Mi papá acostumbraba salir al trabajo a primera hora, porque muchas veces debía realizar largas caminatas para llegar a tiempo ante las constantes huelgas del transporte. Ese día no había clases, por razones similares. Como a las 8 de la mañana los vecinos que iban a trabajar a Valparaíso o Viña del Mar comenzaron a regresar a sus casas con el rumor que algo estaba pasando. Las radios que acostumbrábamos a escuchar (no existían los programas matinales de televisión en ese entonces) no lograban sintonizarse (más tarde conoceríamos que fueron silenciadas).
Al tener conciencia que lo que sucedía se trataba de un golpe de estado, los vecinos más cercanos pidieron a mi mamá que los registros de militantes y las actas de asamblea del Partido Radical que se guardaban en nuestra casa (mi papá seguía siendo el presidente de la Asamblea) fueran destruidas. Por tal motivo, en plena calle se instaló una parrilla con carbón y leña a la que, en vez de bistec y longanizas, fueron a parar tales registros y actas. Una de las desilusiones más grandes que viví ese día se produjo cuando me di cuenta que habían echado al fuego no solo registros y actas sino también mi valiosa colección de “Nosotros los Chilenos”, la publicación de Editorial Quimantú, que los correligionarios de mi papá, no sin algo de sentido común y de supervivencia, estimaron podría ser mal vista por los militares.
Estábamos en medio de la fogata cuando un helicóptero de la Armada, volando a muy baja altura, sobre nuestras cabezas, y por medio de un megáfono, exigía que no se hiciera fuego. Una hora más tarde nuestra población estaba rodeada por la marinería con tenida de combate y la cara pintada de negro.
Mi papá, como recordaría años después ante la Comisión Valech y los Tribunales de Justicia, fue detenido al ingresar a su trabajo, por tropas provenientes de la Base Aeronaval de El Belloto. Los mismos marinos que habían recibido los departamentos KPD semanas antes tomaron por asalto la Planta y por rehenes a sus trabajadores, a los que conducirían primero a las instalaciones de la Base y luego al estadio Playa Ancha, desde donde serían llevados a las bodegas de los barcos Lebu y Maipo de la Compañía Sudamericana de Vapores. Los cerca de cincuenta trabajadores que conformaban la delegación de personal soviético de la KPD también fueron detenidos y sus casas allanadas por parte de efectivos de la Armada, más tarde serían expulsados del país.
A la pérdida de todo contacto con mi papá, la mayor preocupación que sumaba mí mamá era como alimentar a la familia, nuestra despensa era famélica, el comercio estaba cerrado y, además, había toque de queda. A la primera oportunidad de apertura, y por instinto, porque no había ningún tipo de comunicación, llegaron a nuestra casa primero un primo, con frutas y verduras, arriba de una citroneta AK6, y luego unas tías, hermanas de mí papá, que ofrecieron llevarnos a sus casas en Valparaíso. Una de mis hermanas aceptó el convite, pero cuando estaban llegando a destino se encontraron en medio de una balacera, últimos estertores de alguna resistencia al Golpe de Estado.
Pasados los días y ya resuelto el problema de alimentación, mi mamá tomó el toro por las astas y salió a buscar a mi papá, como lo comenzaron a hacer muchas esposas y madres a contar de ese momento. Mi mamá averiguó con vecinos que unos camiones transitaban por algunas horas (las que permitía el toque de queda) por el camino Troncal, a unos dos kilómetros de nuestra casa, dejó a mi hermana menor y a mí al cuidado de amigas y emprendió la caminata hasta lograr subir a un camión y dirigirse a Valparaíso. En ese mismo momento, pero en sentido contrario, la infantería de marina venía a allanar nuestras casas.
Comencé a sentir un gran estruendo en la puerta, como que intentaban a punta de golpes echarla abajo. Con la ingenuidad propia de mis ocho años, la abrí y me encontré de frente con un muchacho de no más de veinte, en tenida de combate, con la cara pintada de negro, y apuntándome con un fusil. La sorpresa fue mutua, por unos instantes el marino no supo que hacer, y al ver a mi hermana menor detrás de mí, no entró a la casa y sólo pidió un vaso de agua desde la aporreada puerta. Lo anterior resultó providencial, porque a nuestros vecinos les rompieron muebles y destruyeron colchones, en busca de algo o alguien que nunca supimos de qué se trataba.
Mi mamá recorrió cárceles, oficinas y cuarteles, y recurrió a familiares y amigos, hasta conocer el paradero de mí papá: Se encontraba prisionero en una de las bodegas de los barcos atracados en el molo de abrigo. Mi papá lograría volver a casa días después.
Al finalizar septiembre, comenzó a pasar periódicamente por nuestra casa un niño que pedía un pedazo de pan, no recuerdo su nombre, pero en el vecindario, donde se hizo rápidamente conocido, por su parecido con el campeón de boxeo, todos comenzaron a llamarlo “Cassius Clay”. Cassius se transformó en una constante de los nuevos tiempos que comenzaron, al principio, tímidamente, y luego con más fuerza y brutalidad, cada vez más niños y adultos tocaban a nuestra puerta para pedir un pan. Se iniciaba un periodo oscuro de nuestra historia.
MARCELO DÍAZ SUAZO
Académico y Abogado. Fue Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Atacama (UDA) y Presidente del Colegio de Abogados de Atacama