Dios no es excusa por Francisco Novoa Rojas Académico Facultad de Estudios Teológicos y Filosofía UCSC

 

publicado por α&Ω Marcelo Ruiz-Tagle Escobar director@eloradorilustrado.cl 

En Concepción, en los primeros días de marzo, un mal denominado predicador evangélico —con su tradicional parlante, profecías y gritos— pretendía anunciar el Evangelio de la forma más provocativa, ignorante y contraria al cristianismo. En su “prédica” decía: “Pasaba un auto, la subieron y, en cinco minutos más, la violaron, la descuartizaron y la mataron. ¿Por qué? Porque fue culpa de la mujer, no del hombre”. Luego, como si eso no fuera suficiente, continuó: “Un profesor mira por abajo, echándole un ojo. ¿Por qué pasan las violaciones? No es por culpa del profesor, es culpa de la niña que está ahí, provocando. Y uno tiene que cuidarse, hermano. Porque dice: «No ignoréis las maquinaciones del diablo»

Frente a tal aberración, cabe preguntarse si todo está permitido y cuáles son los límites de la libertad de expresión —sea religiosa, política, etcétera—. La libertad, como valor fundamental de toda democracia, implica no solo el derecho a expresarse, sino también la responsabilidad de sostener la dignidad humana y contribuir al bien común. El discurso que promueve la violencia, el odio o la cosificación de las personas se aparta de cualquier principio universal del cuidado de lo unos con los otros. Es precisamente ahí donde encontramos el límite de la libertad: en el punto en que un individuo, bajo el disfraz de la expresión personal o religiosa, niega la humanidad del otro y lo reduce a objeto.

Ser duros con quienes no pretenden aportar más que discordia o violencia no es un gesto de intolerancia; más bien, es un acto de defensa de la sociedad de la cual venimos y vivimos. Callar frente a la injusticia o la agresión abierta no es neutralidad, es complicidad. Como sociedad, tenemos que distinguir con claridad el límite entre la libertad de expresarse —por polémica o incómoda que sea— y el discurso que renuncia a lo universal, al mínimo respeto que se debe a cada ser humano. Quien viola esa frontera no merece contemplación ni justificación, porque con sus palabras aniquila la libertad del otro y, con ello, la de todos nosotros.

Ahora, en forma personal y como católico, creo que hay que volver a pasar por el corazón (re-cordi) las palabras de Benedicto XVI en Deus caritas est: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”. El cristianismo ideológico, aquellos que “creen” a su manera, aquellos que “creen” sin vivir la sacramentalidad, aquellos que lo utilizan como estrategia social o política, son la peor traición al Rostro que dicen mirar. No es solo la hipocresía de su postura lo que los delata, sino la manera en que instrumentalizan lo sagrado para justificar sus agendas propias, quitando a la fe de su dimensión transformadora y reduciéndola a un mero objeto, sea de poder, político, etc.

Su cristianismo no es fe, es ideología. No es un recorrido de salvación, es propaganda. No es don, es instrumento de dominio. No buscan la verdad, sino su propia afirmación. No buscan el amor, sino la imposición. Se aferran a un Dios a su medida, un Dios que no incomoda, que no exige nada, que no les enfrenta con la verdad de sus actos. La fe no es un arma manipulable ni adaptable. No es un pretexto para excluir. No es un privilegio reservado a unos pocos.