En el año 1883 el naturalista atacameño Francisco San Román escribió en su libro “Desierto y Cordillera de Atacama”

En el año 1883 el naturalista atacameño Francisco San Román escribió en su libro “Desierto y Cordillera de Atacama” un texto muy curioso, donde relata la erupción de un volcán , el volcán Krakatoa que se veía desde las alturas de la cordillera; específicamente desde las vegas del Juncal donde tenía su campamento junto a los integrantes de la Comisión Exploradora del Desierto de Atacama.

Una litografía de 1888 de la erupción de Krakatoa en 1883. Crédito: Parker & Coward, Britain.

San Román nos entrega este maravilloso relato sobre el volcán Krakatoa, que hoy viernes 10 de abril del 2020 ha vuelto a entrar en actividad, como la ocurrida en septiembre de 1883. / Francisco San Román Naturalista de Atacama, pag.58-59. Ed. Editorial Alicanto Azul

Cristian Muñoz.

“A fines del mes de septiembre, y antes de levantar tiendas para avanzar otra
jornada más al norte de las vegas del Juncal, era el asombro de todos el espectáculo de un extraño y estupendo fenómeno luminoso que aparecía hacia el oeste, al ponerse el sol; de tan vivos resplandores rojos y en tan ancha porción del espacio, que parecía como el incendio del mundo en el lejano horizonte.
El lugar que ocupábamos era en el fondo del profundo barranco de donde
no se veía del horizonte sino una faja estrecha que dejaban en descubierto las paredes del barranco, muy altas en aquella estrechura. Sólo el cuyano Salomón, que así llamaban a uno de nuestros arrieros, había presenciado el fenómeno desde las alturas, en el espacio libre de la llanura, y llegó hacia nosotros a decirnos que desde arriba había visto “la luz de unos grandes volcanes que debían haber reventado a lo lejos en el mar”.

Dada la inmensa magnitud del fenómeno que revelaba caracteres de origen
cósmico y parecía extenderse al universo entero, la impresión del pobre arriero,
que no fue compartida por nadie, resultó, sin embargo, plenamente confirmada
más tarde: ¡Salomón había presenciado la erupción del Krakatoa!
Misteriosa e inexplicable fue en efecto la causa de aquella iluminación espléndida del espacio que el mundo entero estuvo contemplando durante muchos días.

Es necesario figurarse aquellas tardes primaverales del desierto a la altura de
los primeros escalones de la cordillera, con la profunda transparencia del cielo y el mágico encanto de los colores del crepúsculo cien veces aumentados en intensidad y extensión durante aquellos días.

La fantasmagoría de las puestas de sol se había modificado, dando un tinte
más vivo a los reflejos que tiñen de púrpura el contorno de las montañas y bañan de violado y cereza sus flancos; el sol aparecía exagerado en sus dimensiones y en la intensidad de sus fuegos por efecto de una extraña y excepcional refracción, ocasionando, al hundirse en el horizonte, resplandores inusitados por la indefinible hermosura de los colores de rosa envueltos en aureola de oro y anaranjado y circundado por un verde incomparable que se desvanecía en las alturas hasta confundirse en el cénit con el azul pálido del crepúsculo.

Infundía cierta inquietud y angustia aquel acontecimiento con apariencias de
origen cósmico y de tan inmensas proporciones que parecía extenderse a todo el universo como presagio de un cataclismo común a toda la creación.

Sólo el arriero Salomón permanecía inmutable y tranquilo en su profunda convicción de que todo aquel aparato no tenía más origen que el volcán reventado en el mar; y afirmándose él en su modesta idea por no concebir lo inmenso de la magnitud del espectáculo celeste en relación con las pequeñas fuerzas de la tierra, había tenido razón sobre nosotros, que lo dudábamos por no concebir que de tanta grandiosidad fuera capaz nuestro pequeño mundo.

Las partículas terrestres desmenuzadas en polvo por las fuerzas de la erupción
volcánica y lanzadas al espacio, mantenidas allí en suspensión y dando lugar a un prodigioso fenómeno, no era idea que podía ocurrir a nuestro arriero; mas su ignorancia había presentido, con el mero instinto, mejor que la nuestra con sus reflexiones, la causa fundamental del estupendo espectáculo.

El día 6 de octubre caminábamos hacia el cerro de Incahuasi, siguiendo el curso
del famoso camino del Inca que hasta allí había podido ser satisfactoriamente
trazado de jornada en jornada, recorriéndolo donde era posible, buscándolo donde se ocultaba a la vista por los accidentes del terreno o desaparecía borrado por la consistencia del suelo o la acción del tiempo, y de todas maneras cerciorándonos de su existencia y de su curso para poder trazarlo, si era posible, palmo a palmo en toda su extensión…”