Un día como hoy; 17.166 días atrás…

Relatos

Un día como hoy; 17.166 días atrás… por Gary Nuñez Ordoña

Como pude salí corriendo ante el llamado del Keno, se llamaba Eugenio, y era mi amigo y compañero del 4 año A de la escuela N°102, hasta ese momento de la comuna de San Miguel.

El keno y el lucho, su hermano menor, anunciaban clamando mi nombre que ya iban a tocar, se referían a la campana del colegio que quedaba a media cuadra de nuestras casas, frente a la casa de la señora Antonia. Por ahí, por esa esquina del colegio, que daba al pasaje Pericles con Tomas de Campanella, trepamos la reja, para no dar la vuelta y así alcanzar a tomar distancia en el patio del colegio. El Keno, el Lucho, el Ángel, yo, uno a uno enredamos nuestros pies fríos en la malla de alambre que era el único impedimento para llegar a tiempo. Desde abajo, custodiando los bolsones de talabartería, hechos con suela, grandes hebillas y asas muy largas, me quedaba como centinela de esos enseres. Desde ahí veía, los zapatos forrados con papel de diario y cartón que venían a mitigar los orificios provocados por el desgaste ya a esa altura del año en el mes de septiembre.

Me puse la cotona, la abroche encima de mi bolsón cruzado a mi cuerpo, así llegué a enfrentar la reja del colegio, trepé por ella, pasé mi pierna por encima de la reja, quede montado en la altura. Me gustaba estar ahí, esos pocos segundos de acomodo siempre me permitieron tener una visión diferente de mis amigos y ellos de mí. Seguramente también ellos se percataron de mis zapatos parchados y en ese sentido no éramos diferentes.

Esa mañana algo pasaba, la Juana, mi Madre, salió de la casa poco después de la salida de mi papá para el trabajo. Nos dejó encargado a la Sra. Silvia, nuestra vecina, pero vivía en la casa del frente a la nuestra y es la mamá del keno y el lucho y además de la Oriana, la Janette y el Jhon.

Una vez ya adentro del colegio, formado en fila única de hombre y mujeres, tomando distancia una y otra vez a las órdenes del profesor que dirigía ese día y controlados por la voz dulce y suave de nuestra Señorita Sandra, ese día martes de septiembre podía ver al Cristian Irrazábal, el Ernesto Soto, el Miguel Ángel, el Lucho Parodi, al Lucho Correa, el Ángel Canales y mi querido primo Américo. Al otro lado, siempre bien peinadas y ordenas en un contraste extremo con la fila de hombre, estaban nuestras compañeras, Nelly Pizarro, Verónica Ulloa, Angélica, mi amiga Yolanda, la hermosa Oriana, que ganó cuanto concurso de belleza se realizó en el colegio, cabellos rubios y sus ojos de colores que eran una exclamación del cielo, Ximena, Roxana, todas ellas con extremada sencillez y humildad.

No todos se percataron del movimiento de nuestros profesores, que entraban y salían de la sala de profes, sala que quedaba justo a la entrada del colegio. Ahí afuera de esa sala misteriosa, donde los alumnos no podíamos entrar o husmear, estaba ella, en la altura, inmóvil, sin aun, ese día martes, a esa hora de la mañana 08:15 minutos, emitir el llamado o el anuncio del inicio de la jornada escolar y el cierre del portón principal. Mi imaginación, no fue lo suficiente para percatarme que ese día y por muchos otros días, esa señora de voz aguda, de única trenza que pendía desde su cabeza sonora y que nosotros hasta con el mayor esfuerzo puesto en el brinco no alcanzamos con los pequeños brazos de niños de 8 años. Solo con la ayuda de los compañeros y el complot, esperando el descuido de los profesores, para que uno de nosotros, el privilegiado, pudiera hacer gritar a esa señora. De haber sabido que ese día la campana había enmudecido, no trepo la reja. Desde ese día, sigue colgado ahí, en la reja, un pedazo de tela beige que pertenece a mi cotona.

Era perfecto el silencio de los profesores, la señorita Sandra y Cristina, no dejaban que la expresión en sus rostros delatara lo que sus susurros mantenían en secreto, sus miedos y el terror de lo que esa mañana sucedía, no estaba en ellas, se sentía.

Para nosotros los alumnos, el retraso era un festín, éramos niños, solo queríamos jugar y reírnos de nosotros mismos; más de unos que de otros, pero disfrutamos de todo lo que hacíamos para entretenernos.

Hace 17.166 días, que vengo recordando, el terror sufrido esa mañana de septiembre.
Por fin y sin ocupar el megáfono gangoso, cada uno de los profesores nos invitaron a pasar a nuestras salas, era en desorden, por primera vez los cursos no se sucedieron ni en forma ascendente ni descendente, rápido a la sala, esa era la instrucción, algunos corrimos, el último es weón ¡se escuchó en la fila y ante desafío tan grande, corrí y como en un estallido llegamos a nuestros asientos. Voló la almohadilla hecha de trapo y media y envuelta en polvo silicoso provocado por la tiza, le corrimos la silla al Ernesto Soto, con nuestras manos heladas golpeábamos las mesas para calentarlas antes que llegara la profesora. Las niñas también corrieron y les hicimos callejón oscuro al entrar a la sala, pero ahí entre ellas venia la señorita Sandra, que también a sus 21 años era una niña. Nos hizo callar, y comenzó a hablar de la vida, ese día no hubo campana ni lista. Pasó un profesor y acercándose a la puerta la profesora, murmuraron como no sabiendo qué hacer. En su rostro había incertidumbre, yo pensé que nos revisarían los pies, los piojos o que, de un de repente entraría una mujer con bata blanca a vacunarnos.

Nuestra querida profesora, salía y entraba de la sala y dejaba encargada del orden a la jefa de disciplina del curso. Ella, la compañera encargada, tenía una lista de todo el curso y cada vez que alguno de nosotros tiraba un papel, hablaba, o conversaba con un tono de voz alto, venía como advertencia; te voy a anotar. Esa era la exclamación que repetía como letanía religiosa y así se sucedían las X junto a mi nombre, al de mi primo y al de todos los hombres del curso. Un día contamos las anotaciones y desde ese momento competimos por quien batía el record y celebramos como triunfo al ganador del día.

Ya eran pasadas las once de la mañana y la señorita Sandra ya había entrado y salido a lo menos 11 veces de la sala, entre estos entrar y salir, dibujamos sobre nuestras vidas, sobre el valor de las personas y lo importante que éramos cada uno de nosotros. La señorita pidió silencio, como un milagro de Dios todos enmudecimos. Seguramente la sabiduría de niños nos decía que algo no estaba bien. Con voz inquieta, suave y dulce a la vez, la Señorita Sandra nos pidió que por el día de hoy nos fuéramos directamente a nuestras casas. Pedía insistentemente que no jugáramos a la pelota en la calle y que mucho menos nos fuéramos al pozo arenero a buscar restos de yogurt, galletas o chiche, que las empresas venían a botar producto del vencimiento o fallas de producción y que nosotros junto a otros niños de la población recogíamos y consumíamos.

No teníamos clases, mejor dicho, ese mañana no tuvimos clases, el bolsón de suela no lo abrí, no saqué ni un cuaderno, ese día no tuve la necesidad de acercarme a la esquina del colegio por donde había trepado para entrar y de gritar a mi mamá…Juana ¡tráeme el cuaderno que se me quedo ¡

Salimos del colegio y comenzamos la procesión de todos los días, patear la pelota de plástico que ese día no había podido ser engalanada en el medio del patio. Nadie le podía quitar la pelota al Ángel, le decíamos tachuela por su pequeña estatura. Caminamos y llegamos a la esquina de la casa de la señora Antonia. Ella, la señora Antonia, era además de nuestra vecina, nuestra catequista, a ella, yo y mi hermana mayor y otros amigos de la población Las Industrias le debemos la iniciación en la fe cristiana.

Estando ahí entre la casa de la señora Antonia, la señora María carrera, de la Erika y el Miguel, sentimos un estallido estremecedor, que nos hizo lanzarnos al suelo, no lo sé, si fue nuestro instinto o fue la expansión que volteo nuestros cuerpos endebles de niños. Una vez en suelo, ese terror se fue acompañando del ruido de los aviones, que raudos surcaban el  cielo. Había gritos de guerra, guerra que comenzamos a vivir entre juego y realidad. Al suelo se escuchó, punta y codo nos acercamos a la reja de la señora María Carrera, yo, no avanzaba, quedé sobre mi bolsón y hacia estériles mis esfuerzos por apoyarme en mis codos y seguir el ritmo de mis amigos. Por fin puse el bolsón en mi espalda cuando vino otro estruendo, ahí ya sabíamos que realmente eran bombazos, el ruido de los aviones que circulaban a baja altura, nos hizo pensar que el ataque era directamente hacia nosotros, y eso nos paralizó, el llanto de mis amigos y lassúplicas a Dios pidiendo y recordando que éramos niños y que no queríamos morir, gatillaron lágrimas tras lágrimas. Pasamos así, arrastrando nuestros cuerpos, apegados a las rejas de los vecinos, la familia Espínola y por fuera de la casa de la señora Inés y don Carlos, hasta que por fin logramos llegar a la casa de la Sra. Silvia y don Keno, justo enfrente de mi casa… Estando ahí refugiados, se sucedieron otros bombazos, tirado en la tierra del antejardín de la Sra. Silvia y entre las maderas que existían como rejas, podía ver mi casa, pero esos 6 metros que las separaban se hacían un infierno para poder cruzarla. Mis piernas no se atrevieron y mi valentía tampoco. Se quedó en blanco mi alma, blanca como un trozo de estrella, como esperando no jugar más juegos de guerra. La reja de mi casa tenía un candado inmenso y una cadena con eslabónes de buque para mis manos frágiles. Entonces, decidí quedarme ahí, acurrucado junto a mis amigos y recordar para siempre ese día.