Donde no duerme la vida, ahí sueña. [No duerme la vida. Javier Torres Rojas. Ediciones Casa de Barro, 2022. 48 p.] Por Juan Manuel Mancilla

 

publicado por Marcelo Ruiz Tagle Escobar

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Por Juan Manuel Mancilla
Por Juan Manuel Mancilla

Donde no duerme la vida, ahí sueña.

[No duerme la vida. Javier Torres Rojas. Ediciones Casa de Barro, 2022. 48 p.]

El epígrafe de Kerouac que abre el texto, sirve como una señalética que indica al lector una posible vía y camino a seguir este recorrido poético-histórico que nos entrega el poeta Javier Torres (Coquimbo 1975).


El libro está dividido en dos grades secciones. La primera se sitúa en una locación y
en un marco referencial específico: la estación de trenes de Pueblo Hundido. El espacio
recreado por el hablante deja marcas y huellas simbólicamente esparcidas en cada poema.
La propia denominación del lugar abre ya una expectativa de espacio y “pueblo perdido”,
aquellas geografías nacionales que no solo se pierden de mapas y rutas turísticas, sino que
se difuminan de la memoria misma. Pues entonces Rojas efectúa un doble ejercicio de
“rescate” en cuanto que rehabita tal espacio desatendido y lo designa poéticamente a través
de una reconstrucción vía memoria, de la cual se despliegan no meros hechos, sino vívidas
experiencias a través de imágenes fantasmales, acaso, visiones en sepia como fotografías
provenidas de otra era, una recargada de aura y sentimiento. El poema que abre la serie
comienza situando la mirada del hablante en “las nubes se suceden en la ventana/ alentadas
por lo desconocido”. En esta apertura, se desencadena la conexión entre el epígrafe de “Los
vagabundos del Dharma” que coherentemente cruza la mirada del hablante con el deseo
que se hunde en el alma profunda y silenciosa de ese pueblo espirituoso-fantasmal,
enclavado a la orilla de la estación ferroviaria “donde las nubes viajan/ como sueños/ sin
paradero,/ morada,/ solas (9)”.

 

Javier Torres Poeta Crédito: Fotografía Marcelo Ruiz Tagle Escobar Hoten Central Pueblo Hundido
Javier Torres Poeta Crédito: Fotografía Marcelo Ruiz Tagle Escobar Hotel Central Pueblo Hundido. Avenida Juan Martinez Diego de Almagro. Provincia de Chañaral Región de Atacama

Es esa soledad la que con-mueve al poeta a abrir la compuerta de la nada en dicho
pueblo desertificado, detenido no en la historia, sino en el reino del tiempo perdido, donde
solo el “viento busca su lugar…/ en ese vuelo,/ en ese viaje que no tiene destino para mí
(10)”. De tal manera, una de las claves simbólicas desplegada en esta primera parte es la
antitéticamente soledad-acompañada del hablante. Es decir, no pasa por una angustia ante
el paisaje solitario, tanto humano como físico. Más bien, éste se puebla en la mirada del
poeta que repasa por el órgano del pálpito toda su retrospección, como si nuevamente
volviese siendo otro él mismo y re-encarnado al pueblo hundido para recoger y
reincorporar las miradas hechas y echadas sobre los caminos de ya hace un par de décadas
atrás. Así lo deja entrever el poema XIX:
Sostengo en mis manos
El pasaje que me trajo hasta aquí.
Fechado como día lunes 17 de marzo de 2003.
Una curiosidad insalvable en este momento:
¿Sabré regresar algún día? (27)
El texto nos permite afirmar que el hablante no pretende obtener una certeza de su propia
pérdida en la línea del tiempo referencial, pues, es la duda, la pregunta, “la curiosidad
insalvable” la que le invita a sentirse sin angustia alguna en su existencial deshabitar,

contrariamente en donde todo lo que rodea pudiera efectivamente hundir al ser-humano en
la nada de ese pueblo polvoriento e inmortal. Hay en este hablante un carácter aventurero,
pero no el de fetiche viajero-turista, sino casi más cercano y emparentado con un larismo,
en este caso, de coordenadas nortinas, no de bosques sureños, sino como habitante de la
costra de la pampa secreta en la estación de trenes, desde la habitación de un hotel
abandonado donde el hablante vive y oye “un nostálgico sustento musical escuchado por
algunos fantasmas y por mí” (29), podemos leer en la prosa que cierra la primera parte de la
obra.
La segunda parte está compuesta por poemas titulados que se sitúan en una
temporalidad y espacialidad más cercana al presente continuo. El primer poema es también
el que da título a la obra: “En algún lugar no duerme la vida”. La mirada aquí se torna y
vuelca hacia afuera del hablante. Asumiendo una actitud apostrófica, entabla un diálogo
sostenido con otros seres animados, ya no los inertes del desierto, sino con la vida
palpitante de las hijas: En el poema “Muñecas” leemos: “Yo miraba el juego de mi hija,/
sintiéndome invitado a jugar/ en ese lugar de la casa (34)”. Observamos aquí que el vacío
de antes, en el ahora es colmado por la presencia de estos seres amorosos que abren otro
mundo, ya no uno hundido y solitario, pues la presencia de las hijas hace emerger un
universo poblado de gestos y voces que le acompañan en nuevos sorprendimientos. Por
ejemplo, cuando en “el juego para Victoria era más importante…” (35), la niña sigue
cautiva y en su “propio mundo” fuera de la catástrofe cotidiana de “el avión hídrico
supertanker en el incendio del 2017” (35) apagando el fuego desastroso y trasmitido por la
TV.
A raíz de este poema, se destaca la habilidad del poeta en cuanto se toma también
como un juego su incursión con el lenguaje. En tal sentido, el nombre del poema referido es
“El juego” el cual hace juego con la propia actividad de la niña que está inmersa en su
juego, habitando aun el paraíso de la niñez, mientras en el mundo “real”, los adultos se
consumen en “el fuego” atroz de la catástrofe. Así, tanto el poeta como la niña resuelven
habitar y protegerse en sus propios juegos, ella en la fantasía y el poeta también, en su
fascinación (ética) de escribir un poema que registre ambos extremos: la mera vida y la
pura muerte.
De este modo, la cotidianeidad y los cuidados con las hijas son los desencadenantes
de los textos de esta segunda y final parte, así leemos: “Regalos de navidad” y la apertura
de sorpresas “de un viejo pascuero que no conocerán jamás (36)” o en “Terapia pañal” (39)
observamos este nuevo habitar del hablante, ahora situado en una “regularidad casi
hipnótica,/ con la necesidad de ayudar/ hasta el alejamiento ineludible de las hijas”, entre la
“Mudanza” (45), las “Olas de sábanas” (46) que le otorgan “Una idea del tiempo” (47)
mirando como las hijas “crecen/viéndome como envejezco”.
Tal vez sea una de las claves de este libro un planteamiento que desprendemos: la
idea que la vida y la existencia con sus muertes incluidas, sean puro devenir, y
precisamente eso, no el deben/ir. Este es el viaje que nos propone Rojas, y es lo que exalta,
una poética que no es la del aquejado; ni en la soledad del Pueblo hundido, ni en los

deberes auxiliares de la paternidad casera. Un sujeto poético en dos tránsitos, en dos
tiempos, re-partido en un bienestar poético y que lo puede llevar de un lugar a otro sin
pérdidas. La mochila del viajero que emula humanamente la imagen mitológica y
superlativa del titán Atlas acuestas con el mundo, aquí en No duerme la vida nos invita a
sopesar el peso de la existencia con la ingravidez del poeta-niño: sintiendo el placer de la
contemplación de aquellos espacios que para el ojo humano son invisibles, y es cuando no
hay un solo peso, la vida se eleva. Tal es la gracia de este poeta “fotógrafo de las sombras”
(26), que no siente el peso del insomnio en una época donde ni siquiera ya las ciudades
duermen. Aquí el poeta, vigía, despierto, atento y lúcido transformando vía poema, la vida,
la muerte, la soledad, el tiempo y el polvo diario en un único Hito.

Por Juan Manuel Mancilla